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Opinión

Con frenos a varillas

A Ernesto ya no lo ven, sus vecinos, llegar después de la una de la tarde, en su bicicleta negra con frenos a varillas. Bueno, Ernesto está bien, en su casa, y hace dos meses que no sale. Y tampoco sus vecinos salen ni a esa hora ni a otra, y tampoco están en las puertas de sus casas. Ernesto vive en un barrio, en el que todavía, algunos dejan abierta la puerta de calle, bueno: dejaban. Con esto, cuento que Ernesto y sus vecinos son los mismos de hace dos meses, y el barrio parece, ser el mismo. Pero hay unas cuantas cosas que el barrio no tiene desde hace dos meses, las que lo ponían bien y tampoco las que, a veces, lo fastidiaban. O sea, las que, también, le construían el carácter, o el Ethos, dirían los griegos. Entonces, capaz que Ernesto y sus vecinos, también tengan ausencias de algunas cosas, que también les construían el carácter, en esa comunidad. 

Ernesto siempre tuvo bicicleta. También cuando fue niño. Muchos niños tienen bicicleta, por un regalo o por una herencia del hermano mayor o un primo, y los que no, suelen aprender pedaleando entre el cuadro, en alguna bicicleta para grandes. De Ernesto, está bien decir, hasta sus treinta y cinco años de hoy, siempre tuvo bicicleta. Bueno, es su única movilidad. Que lo moviliza y no lo intranquiliza. O mejor, no lo intranquilizan las ofertas del mercado. Él vive solo, en una casa bien arreglada del barrio. Y cualquiera de sus amigos, que lo visitan, puede decir: “esa es la pieza de Ernesto”. Que no es su dormitorio. Es la habitación de al lado, donde tiene una biblioteca, una mesa con su máquina de escribir, que usa permanentemente, y donde guarda la bicicleta. Ese lugar es el lugar de la obsesión mayor de Ernesto. Su biblioteca, su bicicleta y su máquina de escribir hacen “la pieza de Ernesto”. La bicicleta de Ernesto es de las “de antes”, tiene los frenos a varillas, ruedas que no son finas como las de los corredores ni son anchas como las modernas, esas que usan para andar por los cerros. Ernesto es menos temerario. Hace su vida construyéndole sentido a la cotidianeidad, sin confundir la realidad de las contingencias con la ficción que escribe. No discute si la Tierra es esférica o si es plana, porque en su bicicleta no anda largas distancias. Ayer les avisaron, a él y a sus vecinos que pueden salir a las calles, a pie y un tiempo determinado, y en catorce días más ya será todo, parecido a como antes. Entonces, ¿cómo será el Ethos del barrio? ¿Cuáles habrán sido las ausencias de la construcción de su carácter? Ernesto decidió que saldrá de su casa cuando pueda salir pedaleando. Tiene su bicicleta intacta. Hace media docena de meses, que cada mañana que se sienta frente a la máquina de escribir, la observa apoyada en la pared de enfrente, que le limpia las mismas partes y que la quietud le repite, el pensamiento que nada será como antes.

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Una madrugada, aun oscuro, a los dos o tres días del comienzo de Septiembre, salió de su casa, con una mochila chiquita, con su bicicleta, una boina azul que usa en ciertas ocasiones. Y este día era una ocasión.  Le dejo a su vecino, por debajo de la puerta, un papel que decía. “Todo está muy bien, vuelvo en catorce días”. Dio siete vueltas a la manzana de su casa, a esa hora, aun, no había un alma en las calles. Y pensó, que así eran las calles esos meses atrás. Cuando comenzó a aclarar el día, Ernesto estaba lejos, había cruzado el río, ancho, pero el agua, sólo, le daba a los tobillos porque al agua se la dejan arriba las mineras, desde hace un “sin fin” de catorce días. Y anduvo todo el día por las calles de piedras, sin gente. Ernesto pensaba que, con esa sensación de soledad, de ahora, podría conocer la soledad de las calles de hace media docena de meses. Y que sí, entonces, un hombre, clandestinamente, anduvo en bicicleta, entonces él podría trasladar, a esos días, los sentimientos que sentía. Ernesto intentaba recuperar, según él, sensaciones que debió dejar sin uso, porque no tenía regresos a su casa a la una de la tarde. Porque su cuerpo no estuvo asociado a la bicicleta y a las calles. Anduvo hasta que se hizo de noche y luego, regresó a la periferia de una villa, que se quedó sin hombres sin mujeres y sin niños, y busco una alcantarilla que, según él, nadie conocía. Entró debajo de las calles, bajó en su bicicleta por un plano inclinado hecho con cartón, se bajó y camino con su bicicleta al costado y alumbró el camino con el farol de la bicicleta, luz producida con un dinamo que lleva apoyado en la rueda delantera. Y como, iba despacio la luz era tan mortecina como la que había entre la gente que vive debajo de esas calles. Se movió asombrado, con un silencio palpitante. Pensó que sus latidos eran por la escases de aire, se detenía entre los rostros pálidos y las espaldas dobladas de cansancio. Primero pensó en cansancios, eran muchos los hombres y mujeres que él veía a lo largo de esa estrechez de la vida. Y luego, se corrigió, y pensó en un solo cansancio o en todo caso, en idénticos cansancios. Uno, partido en partes iguales y correspondientes a cada individuo. Inexplicable o para darle un nombre, dijo: martirio, desgracia de mierda. Y como él habitaba arriba de las calles, podía decir exclusión, desprecio por la humanidad, avaricia, acumulación, injusticia… bueno, ahí dejó, porque esos sustantivos eran muy estúpidos para semejante sensación. Pero los tomados por lo inexplicable y colectivo, podrían decir, sólo martirio o sólo desgracia de mierda, aún, sin poder definir desde cuándo. Como si primero fueron esos dos conceptos, sobre los que se podría escribir un largo ensayo, que cuando alguien los tuvo, metió adentro a esa gente. Como si algún “científico” de un laboratorio de una multinacional trabajó esos conceptos y los extendió a lo largo del territorio secreto. Eso es, en la interioridad de un secreto, que nadie va a contar, porque los que ignoran y los que no, son cómplices de “alguien” o de “alguienes”. Un territorio angosto, con paredes de papel escritos en letras chiquititas que nadie puede leer. Tal vez sean sus tablas de los diez mandamientos. Ernesto pensó que era imposible que no estuviese “eso” atravesado por todos los dogmas habidos y por haber, entre los hombres y mujeres. Habían delegados de cada siete cuadras, llevaban una vincha con una lamparita, como la que usan los mineros en el socavón. Ernesto había llegado el día de la elección y festejaban con aplausos, pensó que habría alguna grieta en alguna tapa de alguna “alcantarilla”. Ese nombre “alcantarilla” se lo puso de emergencia al lugar por donde entró, porque no podría describirlo. No recordaba cómo era ni como lo encontró. Una multitud de hombres y mujeres que vivían debajo de un techo que ignoraban. No tenían Sol ni tenían Luna, no madrugaban ni se les hacía “la hora de la oración”. Ernesto hizo lo que pudo para caminar sin soltar su bicicleta. No lo miraban ni lo tocaban ni tocaban su bicicleta. No supo cuánto anduvo. Cuando él sintiera hambre la primera vez sería medio día, y el hambre de segunda vez le indicaría la hora del ocaso. Tuvo pares de hambre al comienzo. Estaba muy asustado, así que perdió la cuenta de los pares de hambre que tuvo, porque se le fueron debilitando por la angustia. Los iba saciando con trocitos de chocolate. Encontró una bifurcación de la calle en dos direcciones y doblo a la izquierda. Salió, lo único que recuerda es que había una rampa de cartón y que subió empujando la bicicleta. Cuando volvió al barrio, estaba oscuro, inclusive, no estaban encendidas todas las luces de la calle, dio siete vueltas a la manzana, no había un alma. Frenó frente a su casa y se arrepintió, y dio otras muchas vueltas a la manzana, sin contarlas, y fue muy rápido. Repetía en voz baja, sin intervalos, como si fuese un mantra, que pedaleaba y pedalearía para romper la soledad, hasta dejarla inútil. Anduvo hasta que sintió que la oscuridad de la noche había comenzado lentamente a evaporarse. Estaba en medio de un silencio que sólo le dejaba ver la puerta de su casa. Entró caminando con la bicicleta en su costado derecho, como si pisara ese silencio espeso, por el que iba como suspendido. 

A eso de las nueve y media de la mañana, el vecino le puso un papel por debajo de la puerta de calle. Lo despertaron dos golpes, amables, de señal de “aquí estamos”, que con la mano dio en la puerta. Ernesto se despertó, y como cada mañana, después de salir del baño, fue a su pieza, aunque no se dispusiera a escribir o a leer, observaba el orden en sus propiedades más importantes. Se quedó inmóvil frente a la bicicleta. Tenía las ruedas con las llantas embarradas, los dibujos de las cubiertas borrados por el barro, y los guardabarros gruesos de pegotes secos. Miró las ventanas y fue a revisar las paredes medianeras, que estaban cubiertas de una enredadera verde y frondosa, como ayer, como anteayer, como todos los días. Algo inexplicable se le metía en lo inexplicable que hace “el estado de esta época”. Sacó la bicicleta, le sacó las dos ruedas y las hizo girar insistentemente en un fuentón lleno de agua con jabón. Las lavó bien, fue y le puso alcohol, al setenta por ciento, a toda la bicicleta. Mucho, mucho alcohol. Después fue y recogió el papel que le puso el vecino por debajo de la puerta. “Ernesto, ayer ni anteayer no nos golpeaste la pared, hoy hacelo. Nosotros estamos bien. Escuché en la radio y en la televisión nacional que, en diez días, a dos metros de distancia podremos conversar y que en diez más, a dos metros de distancia podremos andar juntos en bicicleta, por la manzana del barrio”. Ernesto fue y le golpeó la pared al vecino. El vecino le devolvió el saludo. Si yo hubiese escrito, hacen unos meses, esta frase, le hubiese puesto comillas a “el saludo”. Ahora si le pongo sería una estupidez.

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Ernesto volvió y roció de nuevo, con alcohol la bicicleta. Mientras guardaba el rociador con el alcohol, pensaba: “es precaución o ya es una obsesión… pero ¿de dónde fue el barro de la bicicleta? estuvo un rato sentado, pensando, pero no encontró explicación, se intranquilizó mucho. Después pensó que por debajo “de esta época”, no hay motivos para preocupación, salvo que sean por salud. Se diluyeron y se diluyó lo inexplicable. Se levantó muy rápido, fue y le golpeo de nuevo la pared al vecino y le grito: “estoy bien… Había recogido el papel y no se había lavado con jabón… ha, pero había lavado con jabón las ruedas de la bicicleta… Ernesto se tranquilizó.

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