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El loco, loco, hermoso fútbol
POR REDACCIÓN
23 de noviembre de 2019
Buena parte de la maravilla del fútbol reside en que en 90 minutos coexisten unos cuantos factores y de ellos gravita uno que lo distingue de todos los otros deportes: la superioridad colectiva no siempre se expresa en el resultado final. "El destino quiso darnos la gloria", observó Filipe Luis en un ponderable gesto de hidalguía luego de que Flamengo le ganara a River por 2 a 1 la final de la Copa Libertadores en Lima. Y en esos instantes de gloria, los inmediatos a la victoria del Flamengo, el lateral brasileño admitió que su equipo jugó mal y que en todo caso una repentina alineación de los planetas recompensaron la pura persistencia. No se trata exactamente, de la célebre sentencia de que "las finales no se juegan, se ganan", aunque la contiene. Tal vez, consumadas las circunstancias en el estadio Nacional de Lima, se vuelva más pertinente la no menos célebre legitimación moral de Jorge Valdano, un verdadero sibarita de la pelota número 5: "Todo equipo está autorizado a jugar mal en una final o cuando faltan pocos minutos y va perdiendo". Y por ahí anduvieron las derivas de un Flamengo que muy lejos del paso coreográfico que había tenido en la Copa, tuvo al cabo la providencial virtud de insistir en la búsqueda de aciertos propios que dependían de la eventual contribución de River. Esa contribución de River, ostensible, si se quiere sorprendente y fatal para su suerte, por un lado representó una vuelta de tuerca a la sentencia de Valdano: también todo equipo está desautorizado a equivocarse en el momento más inoportuno. Pero también, por otro lado, y no será ocioso extraer otra capa de la cebolla de esta final en particular y de la babel de elementos del fútbol en general, no dejaría de tener algo de injusticia contar las costillas de River, en tanto expresión colectiva, a secas. Influyeron errores individuales específicos y determinantes: el de Lucas Pratto en el primer gol carioca y la fallida gambeta en una jugada que exigía descarga lateral y la blandura de Javier Pinola en el segundo. Es cierto, desde luego, que entre lo individual y lo colectivo pulsa un interjuego permanente, dinámico y a menudo caprichoso, pero la objeción se volvería insuficiente o abiertamente arbitraria si pusiera en cuestión la aptitud de Marcelo Gallardo, su diseño estratégico y la impronta que inspiró a su equipo. Durante el 70 o 75 por ciento del partido, se jugó tal y como lo propuso River, con cabeza, corazón, pinceladas de juego, suela y con maña: cometió 27 infracciones. River estuvo mucho más cerca de parecerse a sí mismo y sin dudas interpretó de forma más cabal qué había en juego. Si Flamengo ganó sin jugar bien, o jugando mal y acaso sin merecerlo como señaló un caballero como Filipe Luis, fue por una arremetida final menos conceptual que intuitiva; porque River no pudo o no supo subirse a un tren definitivo; porque vaya si cuenta cada jugador y sus circunstancias y porque el fútbol es ese fascinante territorio de razones y sinrazones en el que mientras la pelota sigue rodando la verdad más evidente es una mera conjetura y la realidad más utópica puede ser un fruto a punto de madurar.
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