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Opinión > Un poco de historia

De espaldas para siempre

Salvador María del Carril acompaño en la fórmula presidencial al entrerriano Justo José de Urquiza. Sin embargo no está entre los personajes más conocidos de nuestra historia.

La provincia de San Juan no solo ha sido cuna de uno de los grandes presidentes de la Argentina (Domingo Faustino Sarmiento), sino también del primer vicepresidente que ha tenido el país: me refiero concretamente a Salvador María del Carril, quien acompaño en la fórmula presidencial al entrerriano Justo José de Urquiza. Sin embargo Salvador María del Carril no está entre los personajes más conocidos de nuestra historia, aun cuando fue un importante jurista y político argentino, cuya actuación pública ha sido más que prolifera.

El personaje nació bajo el signo de leo el 5 de agosto del año 1798, cuando la Argentina aún no existía como tal, sino que se trataba del Virreinato del Río de la Plata que Carlos III había creado veintitrés años antes.

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Fue gobernador de San Juan entre el 10 de enero de 1823 y el 26 de junio de 1825, cuando el país carecía de autoridades nacionales formalmente constituidas, y también el primer ministro de economía que tuvo la Argentina mientras Bernardino Rivadavia fue presidente de la Nación, entre el 8 de febrero de 1826 y el 27 de julio de 1827.

Años después formó parte de la Convención Constituyente que en 1853 sancionó la Constitución Nacional, y como lo anticipé, al año siguiente fue vicepresidente de Justo José de Urquiza en el período comprendido entre el 5 de marzo de 1854 y el mismo día de 1860.

Dos años más tarde, siendo presidente de la República Bartolomé Mitre, del Carril fue elegido para integrar la primera Corte Suprema de Justicia que tuvo la Argentina, cuyo titular fue Francisco de las Carreras. Permaneció en su cargo durante  catorce años, hasta 1877.

Pero hay un detalle en la historia personal de don Salvador, que la historia ha destacado por desopilante. Resulta que el 28 de septiembre de 1831, mientras permanecía exiliado en Uruguay durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas, Salvador María del Carril contrajo primeras nupcias con la porteña Tiburcia Domínguez, una joven dieciséis años menor que él. En ese momento del Carril tenía treinta y tres años de edad, y ella apenas diecisiete. El matrimonio tuvo una abundante descendencia: una mujer y seis hijos varones.

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Los primeros veinticinco años de matrimonio no parecieron ser complicados, porque si bien tuvieron algunas dificultades económicas en el exilio, no fueron graves. Sin embargo insólitamente los problemas parecen haber empezado cuando mejoró la situación económica del sanjuanino, quien tuvo la suerte de recibir una herencia de su familia y de compartir algunos emprendimientos con el acaudalado Justo José de Urquiza.

A partir de entonces Tiburcia descubrió que padecía una compulsión: la de gastar dinero en joyas, perfumes y vestidos, lo cual comenzó a generarle serias dificultades con su marido, quien le suplicaba que cuidara sus gastos. Pero ella no estaba dispuesta a abandonar su opípara vida.

Harto ya de esta situación, en 1862 del Carril publicó una solicitada en todos los medios de Buenos Aires, informando que él ya no se haría cargo de los gastos de su cónyuge, motivo por el cual exhortaba a los comerciantes a que cancelaran el crédito del que ella era acreedora por su condición social.

Tiburcia se sintió humillada, a tal punto que sin llegar a separarse de su esposo, no volvió a dirigirle la palabra. Así, en silencio, vivieron durante veinte años más, hasta que Don Salvador murió el 10 de enero de 1883, exactamente el mismo día en el que sesenta años antes había asumido la gobernación de la provincia de la que era oriundo: San Juan. Ella lo sobrevivió quince años. Se cuenta que cuando le informaron de la muerte de su marido se limitó a preguntar: ¿cuánto dinero dejó?

Cuando la viuda advirtió que no era poco, convocó al arquitecto francés Alberto Fabré, para que, en un predio que el matrimonio poseía en Lobos, construyera una enorme residencia en la que luego organizaría grandes fiestas destinadas a agasajar a sus amigos. Pero esa opulenta vida no apagó el odio que evidentemente seguía sintiendo por su difunto esposo, a tal punto que encargó a Camilo Pomairone, un majestuoso mausoleo en el cementerio de la Recoleta, ordenándole construir una estatua de su marido sentado en un sillón mirando hacia el sur. La idea era que, cuando ella falleciera, se erigiera un busto de sí  misma que debía colocarse de espaldas al de su marido, argumentando que, aún después de muerta, iba a seguir enojada con él. Al respecto dijo:

“No quiero mirar en la misma dirección que mi marido por toda la eternidad”.

De Tiburcia Domínguez jamás podrá decirse que carecía de imaginación y originalidad, pero tampoco que no era rencorosa. Falleció en septiembre de 1898; desde entonces está de espaldas a su marido… para siempre.

 

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