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Opinión

El obligatorio aislamiento impuesto por la pandemia

El 12 de marzo del corriente año, el presidente de la Nación dictó un decreto de necesidad y urgencia mediante el cual amplió la emergencia pública sanitaria que en diciembre había declarado el Congreso Nacional; y dispuso que quienes poseyeran confirmación médica de padecer el COVID-19, o quienes hubieran regresado al país desde zonas afectadas por la pandemia, deben permanecer catorce días asilados (en cuarentena o catorcena) para evitar la propagación del virus.

El decreto en cuestión lleva el Nro. 260, y como todo decreto de necesidad y urgencia, aborda materia legislativa. Dicho de otro modo, un decreto de necesidad y urgencia es un instrumento que utiliza el presidente de la Nación para ejercer potestades que la Constitución Nacional asigna al Congreso, en la medida que haya circunstancias excepcionales que le impidan al Presidente esperar el trámite de sanción de leyes que prevé la Ley Fundamental.

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El decreto 260 tiene dos particularidades: en primer lugar restringe o reglamenta la libertad ambulatoria de las personas con patología de Coronavirus confirmada y de las que regresaron de zonas afectadas por la pandemia; y en segundo lugar aplica a esas personas una pena, que es la prevista en los Arts. 205 del Código Penal de la Nación, que oscila entre los seis mese y dos años de prisión.

Para que sea válidamente constitucional una norma que restrinja la libertad física y ambulatoria de las personas, ella tiene que ser una ley formal del Congreso y tiene que tener un cierto grado de razonabilidad.

En el caso del decreto 260, la razonabilidad es más que entendible, pero lo que es cuestionable es que esa norma, que no es una ley, disponga la reglamentación de derechos y libertades. En este aspecto, si bien la norma es objetable, también debe admitirse que cuando la Constitución Nacional le permite al Presidente ejercer potestades legislativas en caso de emergencias, le prohíbe hacerlo en materia electoral, partidos políticos, impuestos y temas penales.

Pues la reglamentación o restricción de derechos no es materia vedada para el dictado de un decreto de necesidad y urgencia, motivo por el cual podría considerárselo como constitucionalmente válido. Ello, claro está, en la medida que al menos alguna de las dos Cámaras del Congreso le dé su aprobación.

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El serio vicio de inconstitucionalidad que puede adjudicársele al decreto de necesidad y urgencia referido, es que más allá de restringir razonablemente la libertad física y ambulatoria, avanza sobre materia penal, ya que considera que la omisión de aislamiento es un delito y le fija una pena, que, como señalé, va entre los seis meses y dos años de prisión.

Desde este punto de vista sí es claro que el decreto 260 adolece de una flagrante inconstitucionalidad, que le permitiría a los abogados de las víctimas hacer el planteo pertinente, dejando poco margen a los jueces para rechazar eventuales planteos de libertad.

Es lamentable que haya irresponsables que desaprensivamente pongan en riesgo la salud del resto de la población, y por eso en este caso es necesario compatibilizar la falencia jurídica de la norma con el riesgo de contagio de toda una sociedad, y en función de esta dramática necesidad de preservar la salud pública, los jueces podrían dejar pasar la inconstitucionalidad, y rechazar cualquier planteo de libertad efectuado por los denunciados.

Naturalmente que, desde un punto de vista estrictamente jurídico, ello no es lo ideal, pero si se tiene bien claro que vivimos en una circunstancia mundialmente grave, una excepción podría, incluso, fortalecer la regla.

El derecho debe estar al servicio del Estado para lograr que éste pueda cumplir con su propia esencia, que es el bien común por sobre el individual. Pues ante la disyuntiva planteada, la cuestión aparece más nítida que nunca: es infinitamente menos grave un individuo con su libertad cercenada en forma domiciliaria, que toda una sociedad en peligro de contagio.

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