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Opinión > IGLESIA CATÓLICA

Cuando la indiferencia hiere y mata

Por monseñor Jorge Eduardo Lozano, arzobispo de San Juan de Cuyo y miembro de la Comisión Episcopal de Pastoral Social.

En la vida cotidiana es común dialogar a partir de algunas preguntas sencillas: ¿cómo te fue en el examen? ¿Qué te dijo el jefe? ¿Cuándo nos vemos? ¿Cómo anda tu familia?

Otras preguntas, en cambio, implican una consulta particular y que deben ser dirigidas a personas que se hayan capacitado para dar respuesta. Por ejemplo: ¿Qué lentes me conviene comprar? ¿Debo operarme de la rodilla? ¿Qué trámite debo realizar para…?

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Dependiendo de la cuestión a averiguar será más sencillo o complejo encontrar una respuesta clara y convincente.

Una vez un doctor de la ley le preguntó a Jesús: “¿Qué tengo que hacer para alcanzar la vida eterna?”(Lc. 10, 25). “¿Y quién es mi prójimo?” (Lc. 10, 28).

Y Jesús le contestó con una parábola para nada ingenua. La conocemos como el “Buen Samaritano”. Te invito a leerla y rumiarla, y te ayudo con unas pocas consideraciones. Los personajes centrales son cuatro. El primero es un hombre que fue asaltado, agredido y dejado medio muerto al costado del camino. Y tres personas que pasan por el mismo camino. Imaginate uno o dos grupos humanos por los que tengas respeto, y hasta cierta admiración. Pensá en un par de rostros de ellos con los cuales te identifiques. Jesús dice que esos dos lo ven al hombre tirado y pasan de largo.

Pensá ahora en un grupo que te genere rechazo y bronca. Jesús toma a uno de ese grupo y lo pone en el centro de la parábola, como aquel que lo vio, se conmovió, se acercó a sanar y consolar.

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Es el que supo amar en concreto, sin verso. El que se inclinó ante el hombre herido y sufriente, se hizo cargo y dio una respuesta al dolor.

No es una parábola ingenua o naif, ni un cuento con final feliz. Tiene la fuerza de la denuncia de la indolencia y el anuncio profético del amor menos esperado.

Hace unos años, en un panel escuché a una persona que decía: “lo contrario al amor no es el odio, sino la indiferencia”. Y es así.

El amor nos afirma en la existencia. En cambio para la indiferencia da lo mismo que estés o no. No valés, no contás, no sumás ni restás.

La indiferencia nos lleva a la indolencia. El dolor ajeno, “ni fu ni fa”. Nada.

Es llamativo cómo se naturaliza la pobreza. Nos “acostumbramos” a la exclusión social. Es posible matar con la indiferencia.

Fijate que llegamos al punto de conmovernos con una novela en la televisión y emocionarnos hasta las lágrimas. O con una película. Y pasar de largo delante del dolor concreto de quien sufre en carne y hueso. Es la consecuencia más cruda de la exclusión social. Como decíamos los obispos de América Latina y el Caribe en Aparecida: “Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y opresión, sino de algo nuevo: la exclusión social. Con ella queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está abajo, en la periferia o sin poder, sino que se está afuera. Los excluidos no son solamente ‘explotados’ sino ‘sobrantes’ y ‘desechables’” (DA 65).

Se nos va formando una dureza en el corazón, las conciencias y las entrañas. Como una especie de callo que hace las veces de escudo para que la realidad no me golpee. Pero sigue allí.

La sociedad va creciendo en indiferencia. ¿Y vos? ¿Y yo?

El próximo jueves 18 de julio se cumplen 25 años del atentado a la AMIA (Asociación Mutual Israelita Argentina) en Buenos Aires. Murieron 85 personas. ¿La justicia?, también mata con la indiferencia, el ocultamiento, los artilugios pseudo legales. La impunidad deja heridas abiertas y lágrimas sin contención.

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