Provinciales > El otro San Juan
Sierras de Chávez, el último refugio de un estilo de vida en extinción
Por Carolina Putelli
En las sierras vallistas los terrenos planos son una rareza. Cada una de las montañas parece nacer apuntando al cielo y crecen doscientos o trescientos metros. Las construcciones tienen que aprovechar el escaso espacio entre las quebradas para existir. Las casas se acomodan cerca del cauce del río, pegadas a los corrales de animales, las huertas cercadas con muros de piedra y los árboles que se plantaron varias generaciones antes, para protegerse del viento y el sol.
En medio de ese paisaje, diferente a todos los que existen en la provincia, transcurren las vidas de los vecinos de las sierras. Viven en sus puestos construidos a mano con materiales encontrados en la zona, piedras o adobes. Casas heredadas y revividas por cada generación, que se construyen y mejoran todos los días. Entre animales, que son el centro de su economía, tienen un ritmo muy propio, con códigos únicos. Alejados por las montañas, cercanos por vínculos familiares y de solidaridad que vienen de siempre. Se trata de un estilo de vida esforzado, pero que eligen y sueñan que siga existiendo, a pesar de todo.
Cada cosa que encaran en el día a día lleva mucho trabajo. Para cocinar la mayoría tiene gas en garrafas, pero para usar el horno o calentar el calefón y bañarse, usan leña. El agua la obtienen de vertientes y ellos mismos tienen que hacer las instalaciones para sacarla del interior de la montaña con cañerías de plástico, tanques y reservorios. La luz es fotovoltaica, pero un día nublado o algo tan simple como dejar una radio enchufada puede dejarlos sin suministro. No tienen proveedores de servicios, así que si tienen un problema lo arreglan ellos o “se las arreglan”, como explican. Si se quedaron sin luz por falta de baterías, tienen todavía las luces a gas o, como mucho, luces de emergencia.
A pesar de que cuentan con esa electricidad, las actividades se concentran en el día. Cuando empieza a caer el sol vuelven a las casas. Mientras empiezan los preparativos de la cena, el mate y la radio, único medio de comunicación que usan de forma permanente, son centrales. También tienen televisión satelital, pero no siempre les alcanza para la carga prepaga. Los DVD’s que compran son una opción, pero las pantallas están lejos de ocupar un lugar central en sus día a día.
La vida social está marcada por el trabajo y la luz del día. Los serranos se conocen todos, pero se ven poco. Cuando se cruzan entre los cerros trabajando o cuando pasan por la casa de un vecino, frenan siempre. Un saludo, preguntar por el estado de todos y si hay alguna novedad, son la regla no escrita que siempre cumplen. No son conversaciones al azar y por compromiso. Es la única manera de saber realmente cómo están los otros en un lugar donde no tienen otras formas de conexión.
En las sierras la economía es tan austera y tradicional como las relaciones sociales. Los habitantes viven con poco dinero y mucho esfuerzo. Contratar a alguien para que haga algo es una rareza, a veces piden ayuda a los jóvenes de otras familias durante los tiempos de cosecha o mayor trabajo. Ellos se encargan de sus propias reparaciones y fabrican artesanalmente lo que no pueden comprar. Cuando alguno es especialmente habilidoso, los conocidos les compran o cambien esos bienes. Es el caso de Juan Rumaldo Fernández y su esposa Miriam Gómez, quienes viven con sus dos hijos. El hombre es conocido por sus cueros trenzados para lazos trenzados y ella borda y hace colchas tejidas al telar.
En todas las casas hay huertas para consumo propio o con forraje para los animales. Ir al almacén todos los días no es una opción, porque solo existe una proveeduría y todavía con oferta limitada. Además, el vecino más cercano del negocio está a unos 15 minutos a caballo, mientras el más alejado a un par de horas. Aun así, la apertura del lugar hace un año, gracias a la existencia del camino, cambió por completo sus vidas. Antes comprar significaba ir a caballo hasta San Agustín. La mayoría optaba por organizar las compras de un mes y bajar con animales de carga en una travesía que duraba un día de ida y otro de vuelta.
Los serranos tienen pocos ingresos, pero gastan también mucho menos que una familia normal. Es una de las ventajas que rescatan de vivir en el lugar. La cantidad de horas de trabajo no les pesa. De a poco van sumándose otras oportunidades, oficios que nacen con los cambios que vivieron los últimos dos años, pero la tradición ganadera pesa más.
“Para qué vas a tener campo sin unas cabras que cuidar”, resume Alicia Díaz. La mujer y su esposo Jesús Chávez atienden la proveeduría. No es estrictamente de ellos, sino que tienen un conocido que se dedica a hacer viajes hasta la zona, muchas veces fletes con mercadería. El hombre se asoció con la pareja para poner el negocio, que sirve para las pequeñas compras de los vecinos que complementan la gran compra mensual.
Jesús es portero de la escuela local y Alicia antes vendía algunos de los hilados y tejidos a telar, aunque cada vez menos. Ellos, a pesar de que han sumado los ingresos del negocio, que tiene probabilidades de crecer, seguirán eligiendo las cabras como actividad principal.
Pero si el sueño de las generaciones mayores es sostener esa vida, el de sus hijos muchas veces difiere. Los más jóvenes en las sierras se encuentran con que si quieren seguir otras ramas, tienen pocas oportunidades en el lugar. Han surgido algunas alternativas, como el entrenamiento que hacen los enfermeros para tener auxiliares o los puestos que se abren en la escuela. Pero no alcanza para todos o algunos tienen otros sueños y objetivos. Este es el origen de la preocupación común de los vecinos.
“Lo que está pasando es que quedamos pocos vivientes”, explica Aurelia Gómez, la mayor de las vecinas de las sierras, que ya cuenta 89 años. Recuerda que en su juventud eran muchos los que se quedaban, pero luego, cada vez más querían terminar los estudios, tener más alternativas. “Cuando terminaban la primaria y querían seguir estudiando se iban y ya no volvían”, cuenta. Desde hace un tiempo los alumnos avanzan un poco más, hasta tercer año de la secundaria. Pero después, a los 15 o 16 años, los chicos tienen que armar los bolsos y partir.
Los que vuelven son los menos. Algunos deciden dejar la vida de sus padres, seguir en San Agustín o tal vez migrar un poco más lejos, sobre todo si siguen alguna carrera. Están también los no vuelven porque cuando emigraron empezaron a trabajar y están tan inmersos en la rutina que no regresan. Que los chicos serranos tengan que buscar un ingreso antes de terminar la secundaria se debe a que sus padres no ganan lo suficiente como para enviarles dinero. Así, el miedo de los serranos del que habló Aurelia se va cumpliendo: son cada vez menos.
Arturo Fernández y su esposa Cecilia Díaz son de los que se quedaron. Él, de los que volvió. Durante más de una década dejó las sierras que ama para trabajar primero en el Gran San Juan, después llegó hasta Mendoza. Pero el hombre extrañaba esa vida pacífica y ya hace más de 20 años que volvió. Se casó, tuvieron cuatro hijos y adoptó también a la hija mayor de ella.
Se fue a vivir a la casa que fue de su abuelo, un puesto grande, el cuarto desde que uno ingresa a las sierras por el camino, e hizo otra vivienda más de cero. No es algo común, la mayoría retoma las construcciones que estaban, que la generación anterior dejó sola cuando fallecieron o se mudaron. Como se reduce la población, hay puestos abandonados a cada tanto en la zona.
Arturo y Cecilia vieron crecer a sus hijos en el lugar, les enseñaron el oficio ganadero y cuando uno a uno les pidieron irse a San Agustín a terminar los estudios, los apoyaron. Hoy solo vive con ellos la más chica, Camila. La adolescente tiene 13 años y le queda solo un año más en la escuela. Quiere seguir estudiando y hasta eligió una carrera desafiante: sueña con ser médica forense como el personaje de una película que vio. Sus padres, que tienen la primaria completa, apenas pudieron ayudarla en tiempos de pandemia, pero la más chica de los Fernández es una estudiante aplicada.
Al igual que muchos chicos, Camila sabe que tendrá que irse. Le gusta la vida en los puestos y es tan buena cuidando animales o trabajando la tierra como su padre. La escuela albergue es para ella ese espacio de transición, donde convive con sus amigos, a los que rara vez ve por fuera de las aulas. Tienen internet y los chicos, como cualquier otro, disfrutan de las redes y ese “afuera” que no desconocen. Por eso, lo que Camila quiere es poder terminar la secundaria en las sierras y no tener que irse antes, como muy probablemente pase.
“Si ellos se quieren ir está bien”, dice Cecilia, su mamá, que ya vio partir a los cuatro mayores, tiene una hija casada en San Agustín, otra que estudia una carrera técnica vinculada a la minería y dos hijos con contratos en la Municipalidad. Los ve pocas veces al año y cuando Camila parta se quedarán solos con Arturo, como la mayoría de los matrimonios de más de 50 años. La ampliación de la escuela los ilusiona. A las pocas habitaciones y las tres aulas que había ahora le sumaron toda una zona habitacional y puede que crezca más. “Lo que queremos es que terminen acá, para que no se vayan tan chicos”. Arturo, después, agrega la diferencia clave, “queremos que tengan la opción”.
Los que se quedan lo hacen convencidos. A veces las charlas giran sobre las dificultades que existen, sobre cómo es vivir con lo mínimo a 1800msnm y aislados, como es por ejemplo tener un solo puesto de salud y tener que viajar horas ser atendidos. O de las mañanas en las que hace tanto frío que el agua de la vertiente se congela y no corre hasta las 11 o 12 del mediodía. Pero para los que están ahí son apenas anécdotas. Vivir de lo que les da esa tierra fértil, el agua “más pura que la de cualquier botella”, los vecinos que ayudan a poner en pie una casa, la oscuridad más completa de las noches con un cielo soñado y el silencio de esas tardes de mate son suficientes. “Yo de acá no me voy”, es la conclusión a la que llega cada charla, cada entrevista. Y una mirada alrededor explica todo.