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¿A quién beneficia el voto en blanco?

En los años impares, en los que hay elecciones nacionales en nuestro país, adquiere relevancia ese sugestivo pero inefable apotegma electoral en virtud del cual, a mayor desprestigio de la clase dirigente, mayor es la cantidad de electores que deciden votar en blanco o emitir votos defectuosos para lograr que sean anulados (son los llamados votos nulos)  

En los años impares, en los que hay elecciones nacionales en nuestro país, adquiere relevancia ese sugestivo pero inefable apotegma electoral en virtud del cual, a mayor desprestigio de la clase dirigente, mayor es la cantidad de electores que deciden votar en blanco o emitir votos defectuosos para lograr que sean anulados (son los llamados votos nulos)  

 La ecuación resulta ser un sofisma, porque si bien tiene un aparente grado de lógica, encierra una profunda falacia institucional, ya que lesiona seriamente a la democracia y al funcionamiento de las instituciones.

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 Si en la Argentina vivimos al amparo de un Estado de Derecho, es porque la organización política ha sido generada a través de una Constitución que no solo ha definido la existencia de órganos de gobierno, sino que además les ha fijado límites en el ejercicio de la gestión. Por su parte la existencia de un sistema democrático representativo nos indica que la titularidad del poder político corresponde al pueblo, que es quien lo transfiere a los gobernantes para que conduzcan los destinos del conjunto.

 Nada de esto ocurre por placer ni por vocación popular. La existencia de los Estados (que incluye a los gobernantes y al “poder” que ejercen), es producto de la imposibilidad de los pueblos de auto gestionarse, y por lo tanto, de la necesidad de los pueblos de vivir ordenadamente. Para ello es indispensable que existan representantes, y en democracia, solo los hay si se los vota.

 Significa entonces que el sufragio constituye una herramienta fundamental para la existencia del Estado y del sistema político. Al votar los ciudadanos cumplimos con una función pública: la de sostener la democracia y de mantener en marcha la organización estatal pergeñada a través de la ley suprema. Esto nos da la pauta de que el voto no solo sirve para elegir gobernantes, sino también para forjar los cimientos del esquema institucional; por eso es lógico que constituya una carga pública.

 El ordenamiento jurídico sanciona a quien no vota, por considerar que no colabora con el sostenimiento del sistema; y si no prevé sanciones para un elector que vota en blanco o para el que efectúa un voto nulo, es porque no resulta posible su identificación. Pero entonces es necesario apelar a la cultura cívica para difundir la idea que votar en blanco (o hacerlo mal para lograr la anulación del voto), es una forma de quitarle sustento a la democracia y al Estado de Derecho, cuya Constitución dispone la existencia de gobernantes elegidos por el pueblo.

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 Nunca puede ser calificada de positiva una acción (como la de votar en blanco), que multiplicada por millones sea susceptible de provocar un serio problema institucional, cual es la inexistencia de gobernantes. Las conductas individuales deben ser evaluadas en función de las consecuencias que generan al ser masificadas; si esas consecuencias fueran consideradas negativas, pues entonces también lo son en escala individual. Es cierto que unos pocos votos en blanco o nulos no generan gravedad alguna, pero sí sería grave que esa conducta se generalizara. Por algo la Constitución Nacional ha previsto que, para el cálculo del porcentaje que una fórmula presidencial debe obtener, solo se cuenten los votos afirmativos y válidos. Lo contrario a válido es nulo, y lo contrario a afirmativo es negativo, es decir, “en blanco”.

 Pero además es necesario entender cuáles son las consecuencias prácticas de votar en blanco o de hacer votos nulos en la elección presidencial: se beneficia a quien obtiene mayor cantidad de votos nominales. En el caso de las próximas elecciones, y de acuerdo a la tendencia que marcaron las PASO, la beneficiada sería la fórmula de los “Fernández”.

 En efecto, si como lo señalé antes los votos en blanco y los nulos se retiran de la base de cálculo para determinar los porcentajes, esa base disminuye, motivo por el cual los votos nominalmente obtenidos por cada fórmula aumentan. Eso ayuda a que, quien más votos nominales obtuvo, esté más cerca de superar el 45% que se necesita para ganar en la primera vuelta.

 Un ejemplo: si los Fernández obtienen 35 votos sobre 100, y hubo 30 votos nulos y en blanco, el porcentaje de votos obtenidos no se calculan sobre los 100 sino sobre 70. El porcentaje cambia: en el primer caso obtendría el 35% de los votos y no llegaría a ganar en primera vuelta; si en cambio se cuentan los votos nulos y en blanco, el porcentaje logrado sería del 50%, con lo cual ganaría en primera vuelta.

 Por un lado es necesario entender las consecuencias de los actos propios en cualquier aspecto de la vida, pero además no parece adecuado manifestar el disgusto hacia la clase dirigente votando en blanco: ello es como matar a una mosca con un cañón: desaparecerá el insecto, pero el daño provocado será desproporcionado. 

 Aquella memorable frase pronunciada por el Gral. Galtieri (“las urnas están bien guardadas”) debería llamarnos a la reflexión. Vivimos en democracia: no la dañemos con votos lesivos del sistema democrático, al que tanto extrañamos cuando no lo tuvimos.

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