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Luces y sombras de la reforma constitucional del año 1994

El próximo 24 de agosto se cumplirá un cuarto de siglo desde que se reformó, por última vez, la Constitución Nacional. En efecto, fue en el año 1994 cuando nuestra Ley Suprema fue modificada por séptima vez desde su creación, el 1 de mayo de 1853.

El próximo 24 de agosto se cumplirá un cuarto de siglo desde que se reformó, por última vez, la Constitución Nacional. En efecto, fue en el año 1994 cuando nuestra Ley Suprema fue modificada por séptima vez desde su creación, el 1 de mayo de 1853.

Cuando se reforma la Ley Fundamental, se pone en marcha el ejercicio del llamado “poder constituyente derivado”, el cual, antes de 1994, había sido ejercido también en 1860, 1866, 1898, 1949, 1957 y 1972. Del total de siete reformas que ha tenido la Constitución Nacional, cinco están vigentes; no así las de los años 1949 y 1972. Además, la reforma del año 1994, de la cual celebramos este año el vigésimo quinto aniversario, fue la más amplia y profunda que tuvo nuestra Carta Magna.

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Toda reforma constitucional es delicada, porque en términos médicos, lo que se hace es ponerla en un quirófano para intervenirla quirúrgicamente. En este caso se trata de una “intervención institucional”, y los riesgos de una “mala praxis” no se relacionan con la salud física de las personas, pero sí con la salud institucional del país.

A la hora de evaluar la reforma constitucional del año 1994, tengo la percepción que la Argentina se ha visto institucionalmente dañada. Intentaré explicar por qué.

En primer lugar, considero que la reforma constitucional del año 1994 ha producido una merma en el sistema republicano de gobierno, cuyas características principales son la separación de poderes y la independencia del judicial. ¿Por qué? Porque desde la reforma señalada, el presidente tiene la posibilidad de ejercer potestades del Congreso a través de “decretos de necesidad y urgencia”, y el Congreso de delegarle al presidente sus propias facultades, quien las ejerce a través de los denominados “decretos delegados”.

Se argumentará que era necesario regularlos porque en la práctica se dictaban igual. No comparto el criterio, ya que si la práctica institucional es mala, hay que erradicarla y no blanquearla. Y además, cuando las regulaciones a esas “malas prácticas” son deficientes, aquel defecto institucional que se pretendió solucionar a través de una reglamentación, termina agravándose.

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Pues es lo que ocurrió en la Argentina con la reglamentación de los decretos de necesidad y urgencia, así como también con la delegación legislativa, que se han autorizado con requisitos de tal nivel de ambigüedad, que finalmente termina siendo, para los presidentes, muy fácil ejercer atribuciones que pertenecen al Congreso.

Además la misma Constitución Nacional le ha encargado al Congreso, órgano que según el texto magno debe aprobar dichos decretos, la tarea de regular su propia intervención en el proceso de confirmación de los mismos, poniendo a tiro de cualquier mayoría circunstancial la posibilidad de facilitarle a los primeros mandatarios el ejercicio de facultades legislativas. Por ejemplo, el Congreso Nacional ha decidido que cuando el presidente ejerce una atribución legislativa, basta la aprobación de una sola Cámara para que continúe vigente. Es notable: al presidente la resulta más fácil ejercer potestades del Congreso, que al Congreso mismo.

Además, la reforma de 1994, al crear el Consejo de la Magistratura en el ámbito del Poder Judicial; asignarle potestades muy relevantes (como la de seleccionar magistrados inferiores, ejercer factultades disciplinarias sobre ellos, administrar los recursos del Poder Judicial e iniciar el procedimiento de remoción de los jueces), e integrarlo con representes de la corporación política (legisladores y delegados del presidente de la Nación), lo que ha hecho es inmiscuir a la política en el ámbito de la justicia, lo cual es grave para el sistema republicano de gobierno.

Todo lo expuesto, más la implementación del balotaje “a la Argentina” -con la posibilidad que un presidente pueda ser electo en primera vuelta sin haber logrado la mitad más uno de los sufragios-, la posibilidad que un presidente pueda gobernar dieciseis, de un total de veinta años; la indefinida expresión “jerarquía constitucional” adjudicada a diez tratados internacionales de derechos humanos; la ambigua situación del status jurídico-institucional de la Ciudad de Buenos Aires, y la innecesaria creación de la figura del Jefe de Gabinete, hacen que, a mi juicio, la reforma de 1994 no haya sido positiva.

Tal vez sí pueda destacarse como positiva la derogación del requisito de pertenencia a la religión católica, apostólica romana para ser presidente y vicepresidente de la Argentina, la definición acerca del órgano que debe tomar la decisión de intervenir federalmente a una provincia; la simplificación del proceso legislativo; la extensión de la sesiones ordinarias del Congreso; la incorporación de nuevos derechos en el texto constitucional, y la jerarquización constitucional de la Auditoría General de la Nación. Pero todas estas buenas medidas no inclinan la balanza en la evaluación que, en lo personal, y desde lo académico, realizo de la reforma constitucional de la que se están cumpliendo, el próximo 24 de agoso, veinticinco años, que a mi juicio ha tendio más sombras que luces.

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