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Dos ancianos llenos de vida

Por monseñor Jorge Eduardo Lozano, arzobispo de San Juan de Cuyo y miembro de la Comisión Episcopal de Pastoral Social

Han transcurrido 40 días desde la celebración navideña, y la Iglesia vuelve nuestra mirada y corazón a Jesús Niño, la Virgen María y San José. Ellos entran por primera vez con su bebé en brazos en el Templo de Jerusalén. El relato del Evangelio de San Lucas se mueve como en una doble dimensión (Lc 2, 22-40).

Por un lado los padres de Jesús están cumpliendo con un rito establecido en la religión judía que establecía llevar al Templo al varón primogénito para presentarlo a Dios, dando gracias por el don de la vida. Además, en este caso, el Niño es ofrecido a Dios, y queda consagrado plenamente a Él.

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Pero sorprende la importancia que este gesto despierta en el entorno. El evangelio quiere destacarnos la purificación del culto, es como una nueva bendición al espacio sagrado. Una purificación del culto que estaba centrada en ofrecer animales. Ahora la ofrenda es el mismo hijo de Dios hecho hombre, y con Él toda la humanidad. Es la institución de un culto nuevo anunciado por  los profetas.

Entre los hechos llamativos se destaca la participación de dos ancianos. Uno llamado Simeón, “un hombre justo y piadoso, que esperaba el consuelo de Israel.  El Espíritu Santo estaba en él” (Lc 2, 25), podríamos decir una persona abierta a la obra de Dios y con la esperanza de ver el cumplimiento de las promesas de Dios a su Pueblo elegido. El anciano toma al Niño en sus brazos y reza una oración hermosa: “Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo habías prometido, porque mis ojos han visto la salvación que preparaste delante de todos los pueblos: luz para iluminar a los paganos y gloria de tu Pueblo Israel” (Lc 2, 29-32). Es la oración de quien encuentra colmados sus anhelos más hondos madurados en una larga espera paciente.

Tan desconcertantes son las palabras proféticas de este mismo hombre, que ahora se dirige a la mamá: “Una espada te atravesará el corazón”. El lugar de María en la Historia de Salvación no termina al dar a luz al Salvador, sino que la implica hasta la muerte y resurrección del Hijo de sus entrañas. No será una vida apacible la de esta familia, y el sufrimiento redentor del Hijo será acompañado de cerca con el dolor de la madre. En esta escena me vienen a la mente y el corazón momentos en los cuales mamás y papás tienen que atravesar la dura experiencia de muerte en su hijo. Cuando estamos abatidos por la oscuridad del dolor, miremos a María con su corazón traspasado y pidamos su consuelo.

De pronto otra persona entra en escena: Ana, de 84 años. Mujer también piadosa que reconocía en este Niño el cumplimiento de las promesas de Dios.

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Un varón y una mujer ancianos que nos evocan una larga espera del cumplimiento de las promesas de Dios. Pero al fin llega. En ambos se destaca la esperanza y la apertura a una realidad verdaderamente nueva en el contexto de la primera entrada de Jesús en el Templo. Ellos son representantes del Pueblo de Israel que recibe a su Salvador. Los jóvenes, representados por María y José, se suman a esta alegría del cumplimiento de las profecías: “Luz para iluminar a los paganos y gloria de tu Pueblo Israel” (Lc 2, 32).

Este acontecimiento que muestra la renovación del culto por medio de una nueva ofrenda de amor a Dios, Jesús, nos puede ayudar a revisar cómo alabamos, bendecimos y adoramos a Dios. ¿Nos entregamos con Jesús? ¿Nos ofrecemos al Padre? ¿Celebramos con alegría la vida nueva?

Como Simeón y Ana, ¿vemos en Jesús la plenitud de la vida?

Las velas que hoy se bendicen en muchos Templos son imagen de la presencia de Jesús que viene en brazos de María para liberarnos de la oscuridad. Abramos nuestro corazón y dejemos que entre en nuestra vida.

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