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Opinión

Más periodismo, mejor democracia

Me formé como periodista en la ideologizada universidad de los años 70. No fue ahí donde aprendí que la libertad de expresión es el corazón filosófico y jurídico de los derechos humanos y la prensa, una función inherente a la democracia. Esto lo aprendí después.

Me formé como periodista en la ideologizada universidad de los años 70. No fue ahí donde aprendí que la libertad de expresión es el corazón filosófico y jurídico de los derechos humanos y la prensa, una función inherente a la democracia. Esto lo aprendí después. Fue, paradójicamente, el exilio el que me dio no solo el privilegio de ejercer el periodismo en libertad, sino el aprendizaje más útil sobre la función social de la prensa, que es saber que la calidad de la democracia depende también de la calidad de sus periodistas. Y de medios que sepan que el ejercicio legítimo de la libertad de información requiere hechos verídicos para no defraudar el derecho de la sociedad a ser informada.

En mis años universitarios, en cambio, aprendí a leer todo lo que tocaba bajo el prisma de la ideología. Por ejemplo, Para leer al Pato Donald, un manual de "descolonización", como explicaban sus autores, el chileno Ariel Dorfman y el sociólogo belga Armand Mattelart, para entender cómo a través de las historias de Walt Disney el imperialismo colonizaba a los inocentes niños latinoamericanos para inculcarles los valores de la codicia y el dinero.

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Pero también disecábamos las producciones locales, especialmente las televisivas. Desde Plaza Sésamo, un programa educativo pionero nacido en Estados Unidos, pero divulgado y popularizado por la televisión mexicana, hasta los almuerzos de Mirtha Legrand. Si habré escrito monografías sobre los ya legendarios programas de comer ante las cámaras de la televisión en un living que simulaba la casa de Mirtha. La primera vez que fui invitada a su programa, me sentí una farisea. Me había pasado criticando sus programas y ahora estaba sentada a su mesa. Con la democratización, ambas fuimos perdiendo nuestros mutuos prejuicios. Comprendí que, sin ser una periodista, ella podía preguntar u opinar sobre sus invitados lo que a mí no me hubieran permitido como periodista. Cómo decirle a un ministro que estaba gordo, mostrar los zapatos de charol de un sindicalista o que los presidentes prioricen sus almuerzos.

La permanencia de Mirtha Legrand en la televisión habla de sus méritos personales, de su biografía extraordinaria, pero por ser el suyo un programa de entretenimiento -regido por las reglas del espectáculo televisivo, "el rating", medido antes para los anunciantes que para servir a la ciudadanía- desnuda también la ausencia de un periodismo televisivo vigoroso, capaz de promover un auténtico debate público democrático, con menos gritos y más argumentaciones, con más expertos que celebridades.

En momentos en los que reflexionamos sobre los cambios en el periodismo, a mano de la irrupción digital, vale también preguntarnos si esa obsesión televisiva para atraer a las audiencias como sea, el "minuto a minuto", no es, en realidad, la mayor herida a la credibilidad periodística. Una actividad protegida constitucionalmente que, como contrapartida, exige profesionales que distingan las cuestiones de interés público de los chismes de alcoba.

La naturaleza pública de la libertad de expresión e información vinculada a la formación de la opinión pública exige que las expresiones no incidan en la intimidad de las personas, sino en las cuestiones de bien público y el fortalecimiento de la democracia. Un periodismo exigente contribuye al control democrático. Una opinión pública vigorosa depende de una prensa fuerte e independiente. Y la protección constitucional con la que cuentan los periodistas es precisamente a favor de los ciudadanos, sean lectores o audiencias televisivas.

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No son pocos los buenos periodistas que corren riesgo de vida y trastornos emocionales por seleccionar y producir con criterio responsable la información oculta, los indicios de corrupción sobre los que después debe actuar la Justicia. En cambio, en la televisión, la anécdota, el chisme, el grito, la descalificación personal hacen un uso vulgar y superficial del lenguaje. La ofuscación televisiva podrá aumentar la publicidad, pero está muy lejos de contribuir a una convivencia serena basada en el respeto, en lugar del impacto del escándalo, que es ruidoso, efímero y cancela el pensamiento.

Que sobrevivan entre nosotros expresiones y acciones de los tiempos totalitarios como "carne podrida", noticias falsas "plantadas" por los servicios de inteligencia y "operaciones", en tiempos democráticos, exige más que nunca buenos periodistas y una prensa profesional capaz de distinguir lo que es falso de lo verdadero, pero, sobre todo, capaz de recordar que la información es un derecho democrático. No una mercancía.

 

Publicada originalmente en La Nación el 13 de abril de 2018

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