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Opinión

El riesgo de decir lo que se piensa

Extraña paradoja la de nuestra democracia: en el año en el que conmemoraremos el record histórico de 36 años de continuidad electoral , un cuarto de siglo de la reforma constitucional que institucionalizó la filosofía jurídica de los derechos humanos, decir con honestidad lo que se piensa aparece como un oficio si no riesgoso, al menos, imprudente.

No existen decretos que nos prohíban expresarnos libremente ni se ejerce censura sobre lo que se divulga; sin embargo, la conversación pública aparece desmesurada por las ofensas personales, la falta de argumentos y los gritos de la platea.

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Sin que los que tenemos el privilegio de la palabra pública -los periodistas, los académicos, artistas y políticos que debiéramos contribuir a que la opinión pública se forme sin coacciones ni mentiras-, nos exijamos responsabilidad con ese privilegio de hablar por los otros.

De lo que se trata es de establecer la vinculación entre la libertad del pensar y el debate público, sustento de la democracia. El sistema de la palabra. Todos tenemos derecho a usarla libremente no solo para expresarnos sino para comunicar, argumentar y refutar, persuadir o convencer, sin que esa palabra incite a la violencia.

¿Qué hacer entonces cuando la palabra se utiliza como una maza para destruir no los argumentos sino a la persona misma? Las descalificaciones personales naturalizadas entre nosotros son las que finalmente actúan como la más eficaz de las censuras.

Al final, la democracia es la política sin violencia y si realmente aceptamos la convivencia de las diferencias estamos obligados a preservar la vida pacífica. La democracia es, también, el único sistema de gobierno que al institucionalizar el derecho a la protesta, la crítica, el decir libre sin persecución, legitima el conflicto y dinamiza los cambios. Reconocer al otro como a un igual no es una utopía, es una obligación jurídica y moral.

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La vida en común es difícil y frágil, pero cuando las diferencias se ignoran, no se negocian y los individuos que conformamos una sociedad vivimos separados por odios, desconfianzas y resentimientos, la que se debilita y está en riesgo es la misma convivencia democrática.

Pero en cuanto la democracia sigue siendo un ideal, la República es nuestra identidad histórica que encadena numerosas instituciones y divide los poderes para que el gobierno no lo ejerza una sola persona ni se herede como una monarquía.

Las instituciones son el alma de la República. Pero solo es republicano un régimen basado en el derecho que garantiza la igualdad jurídica a sus ciudadanos. Principios que no son compartidos por todos.

Amplios sectores de nuestra sociedad descreen de la democracia y paradójicamente buscan los votos de la democracia electoral para terminar con la división de poderes de la República.

Estoy entre los argentinos que hizo su experiencia de madurez en la democratización y ve amenazada la República. Sin embargo, nada ambiciono más que estar equivocada.

Mis temores se basan en la que fue mi realidad legislativa, la imposición de la mayoría, sin debate ni respeto a la minoría, la comunicación directa, la del atril, la cancelación de las conferencias de prensa y la confusión entre el gobierno y Estado, el culto a la personalidad, incompatible con la igualdad ante la ley, el canal público convertido en propagandista de gobierno en lugar de potenciar la pedagogía cívica porque como decía Montesquieu, “En el gobierno republicano es donde se necesita toda la potencia de la educación”.

Las aulas, los claustros y los medios no formales como la televisión son los que deben contribuir a preparar al ciudadano para su madurez política, sin que se conviertan en campos de batalla ideológica. Menos aún se rehaga la historia con intencionalidad política. Si realmente queremos honrar a nuestros muertos y aprender de nuestros dolores del pasado, nuestro país no necesita “pibes para la liberación” y sí ciudadanos democráticos, responsables con el devenir, que no abdiquen de la crítica ni de la participación en las cuestiones que nos son comunes.

La democracia no se decreta, se aprende. El ejercicio de la libertad del pensamiento entraña también el derecho a equivocarnos, pero necesitamos vivir las diferencias sin aniquilarnos. En beneficio de ese “todo” al que invocamos con tanta facilidad, sea la patria, el pueblo, la gente. Nuestros compatriotas a los que estamos unidos por geografía, por destino y con quienes elegimos vivir juntos nuestras diferencias.

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